F. Barrientos
Algo sucede con la ciencia política contemporánea: se logra describir la popularidad de un líder de derecha que gana la presidencia en Brasil, pero no se trata de comprender más allá de contar los votos porqué ganó, simplemente se asume que es una especie de anomalía o algo no deseado. Se describen las tendencias, se encuentran asociaciones y correlaciones entre partidos, preferencias partidistas y el perfil de votantes, se elaboran líneas de tiempo de los votos hacia la derecha. Mucho mejor, las infografías se convierten en el leitmotiv de varios analistas, pero las explicaciones son extremadamente pobres. En el mismo sentido se acepta la popularidad de un líder de izquierda que gana la presidencia en México, pero se asume que es políticamente correcto no posicionarse sobre sus políticas, entonces se explican igualmente las tendencias de voto, se identifica como el “quiebre” en las preferencias de los partidos «tradicionales» (sea lo que ello signifique) y la orientación del voto hacia un líder populista o del tipo “movimentario”, pero la descripción termina asumiéndose como la única explicación aceptable, y no se corre el riesgo de interpretar, y más aún de comprender. ¿Qué tienen en común ambas explicaciones que derivan de la ciencia política? Que terminan olvidándose de que la ciencia tiene un fin. Que las ciencias políticas no son unas ciencias como las otras. Que su compromiso no es con una postura ideológica sino con la búsqueda de la verdad. Y que la búsqueda de la verdad en la ciencias sociales tarde o temprano requiere asumir una posición ante el mundo, ésta no tiene porque ser partidista o incluso ideológicamente pedestre, sino que su fin último es delimitar la cuestión de lo bueno y lo malo, de lo moralmente aceptable y de lo política y socialmente posible. El problema de no asumir una posición desde el análisis político tiene como consecuencia que los politólogos terminen solo lamentándose de los efectos negativos de los procesos políticos. Al confundir el compromiso con una postura ideológica se pierde la capacidad de influir en los asuntos públicos, y al asumir le relativización de la verdad –una tendencia muy marcada en este siglo XXI-, se pierde la noción de límites, de antagonismos, y todo termina siendo una cuestión de grados o de absoluto rechazo a calificar.
Esta “tragedia de los politólogos”, conocer como funciona la política pero con una capacidad estéril de incidir en ella, y que podríamos decir que es parte de la herencia de Maquiavelo, se agrava cuando los politólogos terminan describiendo procesos políticos, no obstante su sofisticado arsenal analítico tomado prestado de la estadística y la microeconomía. Pocos logran superar esta tragedia, en la actualidad podría señalar como referentes internacionales a Joseph Colomer, Donatella Della Porta y Philippe Schmitter, hay más pero son muy pocos.
El análisis político adquiere sentido cuando se incorporan de manera adecuada la filosofía política, la teoría política y se comunica adecuadamente la evidencia empírica con la verdad objetiva –metodológicamente alcanzada- sobre las cuestiones políticas. La metodología es sumamente relevante, pero no es el fin, es el medio. La teoría igualmente lo es, pero no es un instrumento a la manera de un contenedor en el que se acomodan los hechos que solo queremos ver y por lo tanto solo lo que entra en dicha teoría o conjunto de teorías es lo que se debe aceptar.
La teoría y la filosofía en tanto sistemas de comprensión en sí del mundo, de origen deductivo e incluso normativo, orientan las explicaciones científicas de orden inductivo, pero no deben ser un mero adorno de una montaña de datos que una vez sintetizados no se sabe que decir sobre lo que muestran. Una falsa argumentación politológica es aquella que usa la filosofía para recargarse cuando no sabe hacia dónde debería ir una explicación. La filosofía y la teoría política en este sentido no son pilares sino fundamentos, y por tanto requieren ser entendidas de manera muy amplia. La tendiente pobreza argumentativa que padecen muchas explicaciones politológicas debiera de preocuparnos cuando se observa que las tendencias sobre las discusiones de los temas políticos no los inician ni las promueven los politólogos sino otros profesionistas como los periodistas u otros profesionales.
Este divorcio es consecuencia también de la ausencia de un debate olvidado entre los politólogos: ¿cuál es el rol de la ciencia política en la sociedad?, consecuentemente ¿cuál es el rol del politólogo en la sociedad?. En América Latina los politólogos debieran tener una posición privilegiada en la medida que su trabajo es de orden intelectual y no necesariamente práctico en el sentido burdo del término, y por lo tanto gozarían de esa posición no tanto por la disciplina en sí, sino porque culturalmente la intelectualidad históricamente ha desempeñado un papel importante para difundir y orientar ideas. En cierta medida constituyen una élite, y por tanto podrían ser parte de lo que se denominó la intelligentsia.
Torcuato di Tella señaló en 1966 que la intelligentsia en América Latina era en sí un estamento ocupacional, tan indispensable como otro productor o proveedor de bienes y servicios, pero como su producto está en buena parte formado de ideas se encuentran con una natural resistencia de la sociedad. Más aún, se convierten en un grupo sospechoso de la “super estructura” . Las ideas no son menos importantes que los bienes materiales, la intelligentsia produce conocimiento y planes de acción, de otra manera no se entendería como los regímenes sobre todo los autoritarios tratan de ganarse su aprobación, seleccionar a aquellos que son proclives al régimen y por lo tanto sus ideas ayudan a engrandecerlo, o limitar la influencia de aquellos que no comparten sus principios y en el extremo de exiliarlos.
Históricamente se puede notar que el conocimiento politológico es esencial para el funcionamiento de las democracias, y es extremadamente dañino para los autoritarismos. Y es precisamente esta constatación lo que debería hacer notar a los cientístas políticos de hoy, que el conocimiento derivado de una profunda investigación bien llevada metodológicamente puede incidir solo en la medida que parte de una buena pregunta orientada por la teoría y la filosofía políticas. ¿Una aplastante mayoría de un solo partido buena o no para la democracia? ¿Cuáles son los alcances que debiera tener una política pública para el mejoramiento de la sociedad en su conjunto? ¿el diseño o rediseño del sistema electoral mejora o no mejora la representación y la democracia y en qué medida?. Si nuestras preguntas terminan por responder a la mera constatación de una hipótesis causal o de asociaciones, habremos ganado precisión, pero se perderá impacto en la política, y como decía Hans Morgenthau, una ciencia política que no es ni odiada ni respetada, sino tratada con indiferencia, como un inocuo pasatiempo, es una ciencia que se ha retirado, que se preocupa de cuestiones por las que nadie tiene interés, una ciencia que evita el riesgo de la desaprobación social, y por lo tanto renunciando incluso a la oportunidad de la aprobación social.